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jueves, 8 de abril de 2010

La chica del BlackBerry recuperado y mi oportunidad perdida

Ja, ja, ja.  Hoy comparto con ustedes una curiosa nota.  No hablaré de sexo; lo prometo.  ¡Dios, hasta cuando, esta es una bitácora sobre el oficio de las cuatro ruedas!  Mezclar siempre el trabajo con los sentimientos o el sexo lo han recomendado como no deseable.  Pero ya usted sabe:  es difícil evitar.  Somos hombres y mujeres; nos miramos a los ojos, nos hablamos, nos entendemos, como vasos comunicantes, y ¡pam!, compartimos nuestras miserias... Digo..., nuestras humanidades.  Sea dentro de un vehículo o una oficina.  Los cuerpos de las personas pueden ser caros o pobres marcos de retratos, pero las almas son esencias.  Y hay mucha alma por allí que busca siempre un consuelo, no consiguiéndose ni a sí misma ni a otras.    Bueno..., en fin..., o sea…, es decir…, lo dejo.  Voy.

Ayer monté a una bella damita.  Ojos verdes, cutis precioso y como de vidrio blando...  Elegante.  Pongámosle treinta y piquito, pero en todo jovial y muy bien cuidada.  Falda, pero rodillas y piernas muy blancas.  En general, deseable.

Vea lo que le voy a contar, prometiendo no disgregar mucho hacia lo sensual el tema (o no contarle lo que ocurrió), como me lo he prometido yo mismo en la realidad a la hora de trabajar: nada de aventuras.  Tengo tres parejas en la actualidad, y ello debiera ser suficiente para saciar anhelos sensuales.   Pero les confieso, el hombre es un perro insaciable (no lo han visto perseguir a la perra en celo); lo digo porque apenas vengo de estar con una de mis chicas, al ver un apretado trasero femenino contoneándose en la calle, siento el desmedido deseo de tocar su tersa piel duramente apresado debajo de la tela del malvado pantalón.

Por supuesto, como se los dije antes:  mi oficio de taxista me permite la licencia de vivir con las tres a un tiempo.  Mi trabajo es tan inconstante a veces como diabólicamente dedicado.  Semejantes desuniformidades ─no conseguí otra palabra─ me permiten llegar y salir a cualquier hora de mi casa, donde cohabito con mis hijos y esposa.

Me detuvo en Chacaíto.  Iba a San Bernardino, cerca del Hotel Ávila, por ahí, por la Av. Los Próceres.  Le dije BsF. 50.  Estábamos cerca de la hora pico, como a las cuatro, cuatro y media.  Regateó.  Dijo que era caro.  Le bajé a 45.  No quiso.  Al fin me la llevé en 40.  Confieso que mientras hablaba con ella sobre el precio me extasiaba en el interior esmeraldado de sus ojos.  En realidad yo murmullaba mentalmente “te llevo gratis, carita de muñeca”.  Pero me dejé de eso a la final y me dediqué a realizar mi trabajo.

Para exorcizar el demonio de aquella belleza femenina respirando sobre el asiento trasero de mi carro me puse a pensar en lo tacaña y mala condición de algunas personas, que a veces como que imaginan que casi hay que llevarlas gratis.  Las cosas cuestan, mi cuate, sobremanera un vehículo, al que hay que pagarle hasta el aire que contamina.

Ella me ayudó un poco a que yo desarrollara ese sentimiento molesto sobre la miseria humana que yo quería iniciar.  Pero la miraba y miraba y seguía siendo bella.  ¡Cómo no!

Me decía que la vida estaba cara, que nosotros los taxistas, que si la piedad, que si patatán, patatán.  Ya usted debe de conocer el cuento, sin necesidad de ser taxista.  Ha sido, con seguridad, un usuario y se ha sentido renuente a pagar lo que a veces le cobran.  Lo que usted ha pensado es exactamente lo que profería aquella muñequita que hablaba dentro de mi carro.

Yo no quería mirar para atrás nuevamente.  Sabía que sus rodillas lucían hermosas, aunque demasiado blancas, como les decía.  Me apliqué al volante, mirando la carretera, mirándola nomás por el retrovisor; pero les digo que no sirvo para tanta insensibilidad.  Lucir como no soy, desagradecido de la belleza humana y antipático con las personas.  Sin embargo, me contuve.  Nada de decirle a mi manera lo bella que era, es decir, hablándole de mí para generar confianza en ella, para, inmediatamente, cobrarle hablando nomás de ella misma, como debe empezar cualquier cosa parecida a seduccion o aventura y hasta juego.  Así que me las arregle y me hice neutro, y me puse, como viejo perfilado que voy siendo, a hablar de cualquier gafedad, inventado historias, esta vez de las peripecias de una ficticia chica a quien impartía clases de manejo.

Logré que se sonriera, y hasta empezó a animarse a contarme historias de ellas, de la forma cómo había aprendido a conducir y que si patatín, patatán.  Y yo me decía interiormente, para cortar congraciarme con ella:  “¿Sí?  ¿En serio?  Debe ser siempre muy curioso y ameno presenciar cómo una tacaña aprende a conducir su vagina por las calles.”  Ustedes saben..., necedades de uno; idioteces que uno suelta en determinados momentos de la vida, lo más parecido a las ridiculeces de un borracho cuando se cree súper algo en todo.  Ni yo mismo me creía mi supercuento de despreciar a ninguna belleza.

Así las cosas, llegamos.  Pagó sus cuarentas y la dejé frente a una amiga que la esperaba, junto a una cuadrilla de obreros que cavaba la calle.

Me fui y antes de llegar a la Av. Panteón, bajando, tomé a otra chica, muy apurada por llegar al estacionamiento antes que lo cerraran. Pero antes había subido el volumen de la música y no había podido distinguir el tono de un teléfono que sonaba desde hacía ratito. Y justo muy poco antes de tomar a la nueva chica fue que descubrí que la beldad tacaña había dejado un pequeño bolso atorado en el asiento trasero.  Contenía un BlackBerry, entre otros cachivaches costosos.

Cuando insiste en llamar, que yo contesto, ya con la nueva pasajera dentro del vehículo, le digo que tendrá que esperar que termine el servicio, dirigido precisamente hacia dónde la había tomado a ella, Chacaíto.  Le di mi palabra y se tranquilizó.  Y me dije que, no obstante todo, vería de nuevo a mi belleza.

Pero siguió insistiendo, nerviosa, supongo, porque había dicho que su teléfono “era su vida”.  Llamaba y llamaba. A la final le conté la historia a la pasajera, con quien había transado una amena conversación, y le resultó muy entretenida.  Hasta le dije que hablara con ella, con la bella tacaña, en una de esas llamadas que hacia.  Y lo hizo, y le dijo que se tranquilizase, que el señor conductor mostraba muy buena disposición para llevarle el teléfono, cosa difícil en un mundo tan ladrón como el presente.

Ya libre, llamé al número último que aparecía en la pantalla del BlackBerry, por supuesto, de su mismo teléfono.  “Voy para allá”, le decía mientras conducía, “Recuerde, me pagará la carrera, tal como se la cobraba inicialmente”.   Y no podía evitar sonreír.  Las cosas de la vida.  Una tacaña bonita que decía que el teléfono era su vida, contentivo de información prácticamente existencial.  Que si esto, que si aquello, que no importaba tanto el teléfono como los datos que contenía. ¡Ah, las mentiras!

¡Cónchale, me podía aprovechar!  Pero ustedes ven: así como no puede uno dejar de apreciar la belleza de una nena, tampoco puedo yo ponerme a apreciar lo diabólico de las circunstancias.  Me había ocurrido antes.  Soy honesto en estos aspectos del dinero mal habido.  No está en mi. Varias veces me he devuelto a entregar enseres dejados en el carro, cobrando el valor de la carrera y a veces por nada, cuando descubro que la miserable persona olvidadiza siente molestia por pagar su error.  Hago únicamente trampas para acostar a una mujer, porque veo la situación como una guerra donde la posibilidad de victoria es única.  Una sola es la oportunidad para estacionar el vehículo entre sus piernas, doblegando dulcemente a la “enemiga”, tal cual como ella misma parece proponer.  El tiempo pasa y te haces viejo, y pierdes facultades y oportunidades.  La fase final de la vida es un desierto tanto del cariño humano como de la calidez sensual.

Cuando llegue nuevamente al sitio donde la había dejado, me esperaba prácticamente en medio de la calle, sonriente, hasta con la cuadrilla de obreros, a quien de seguro le había contado el cuento.   Estaba hermosa, como antes.  Pero en mi mente bullía la estúpida sensación de venganza por cobrar ─ahora sí, carajo─ mis BsF. 50.  Pensaba en lo que hace la miseria a los miserables, así se tratase de una mujer bella (aunque por miserable no debiera llamarla de tal manera).  El simple servicio de BsF.  40 se le había convertido en casi 100.  Je, je, je.

Vino a mi ventanilla y le dije que eran 50 (lo que ella sabía), con mi idiota venganza en la cabeza.  Me miró con arrobo, puedo jurarlo (por supuesto, se sentía muy agradecida; no por mi, caramba).  Me dijo “Ya le pago”.  Regresó a la puerta de su amiga y volvió.  Me dio el dinero y me miró nuevamente, durante un largo ratito (¿me explico, no?).  Dijo:

─Soy agradecida ─y empezó a meter y sacar mano de su bolso, mientras alguien de allá al frente, de entre la cuadrilla de obreros, le gritaba “¡Vete con él!”  ¡Vaya, vaya, vaya:  y yo evitando situaciones de “irse” con alguien precisamente!  Les puedo jurar que esa situación me exaltó fuertemente.  Era preciosa, estaba emocionada, agradecida, su pelo en llovizna parecía querer transformarse en tormenta sobre su cara...  Pude pedirle u ofrecerle ─mejor dicho─ cualquier cosa:  un servicio, mi teléfono, cualquier posibilidad de llevarla otra vez para verla de nuevo.  Estaba hecho si quería.  Hasta podía ofrecerle clases de manejo, según me recordé que me había dicho que no sabía conducir del todo.

Más me sorprendí cuando noté que buscaba una tarjeta con sus señas telefónicas o quizás de profesión u oficio en su cartera, pero inexplicablemente tomé los BsF. 400 que había sacado y arranqué, dándole las gracias y amablemente indicándole que lo dejase así, despreciando la posibilidad de darle un buen chance para que me pagase más a sus anchas el inefable teléfono que había recuperado. Je.

Se lo dejo a su consideración, don lector.  Sólo remato, para dejar la historia hasta aquí, con que son vivencias que te dejan los pensamientos palpitando por varios días.  No puede uno dejar de decirse que perdió la oportunidad de abrir una nueva brecha de vida en esta historia corta que es la existencia humana. Al menos la posibilidad de hacer el intento.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Saludos estimado colega del volante, muy interesante su historia, esas cosillas aveces pasan, me alegra que haya seguido actualizando este blog que llevo ya un tiempito leyendo de forma consecuente por la gran cantidad de vivencias que tiene aquí plasmadas.

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