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viernes, 13 de julio de 2007

Aventura taxistica a millón

He trabajado poco debido a que me dedicado a realizar unos arreglos en mi madriguera. He experimentado una buena honda familiar estos últimos meses, atendiendo a mis crías. Pero cuando pasan muchos días de enclaustramiento no lo soporto y ¡boom! tomo las calles. Son mi enfermedad y sedante a un tiempo. La vida parece estar fuera, y, como saben, me gusta la tardecita y hasta la noche, hora de lobos.
He cultivado unas cuantas amistades, aunque no tan calientes como las de Ciudad Guayana. Caracas con su alborozo complica todo y a veces para coronar a una citadina la cosa se pone cuesta arriba. No hay nada tan bueno como ligar a una pasajera o amiga y de inmediato, para no perder la inspiración del momento, lanzarse hacia una vía campestre donde abunden ventas y lugares de esparcimiento, y donde uno pueda cortejar sin imaginarse que el mundo está lleno de trabas. Con el tráfico que presenta nuestra amada ciudad, la imaginación nuestra a veces hace el amor dentro del carro, atascado en medio de un estacionamiento gigantesco. El tiempo no rinde, y muchas damas andan sincronizadas con los niños o maridos, trabajos, almuerzos o cualquier otra diligencia, dejando apenas un huequito temporal para intentar un desliz. Debe uno ingeniárselas.



Algo así me ocurrió en la siguiente experiencia, pero procedí con la premura que te da el hambre de la aventura.
Ella no tenía mucho tiempo, estaba apurada por volver a su trabajo, y yo debía colocar rápidamente el paquete en una habitación que ella me señalaba. Había dejado el vehículo aparcado afuera, casi montado la sobre la acera para no exponerlo mucho al tráfico alto del sitio, en un lugar elevado de Catia, Caracas.
La conocí saliendo de su trabajo y dirigiéndose a una academia de computación. La llevé lo más rápido que pude, como fue su petición, aunque el pedal del acelerador empezó a traicionarme no queriendo obedecerme. De todos el modo el bendito tráfico me ayudó, y esta vez sentí agradecimiento por el desbarajuste de la ciudad. Tiempo, amigo, ganaba tiempo al lado de la criatura, quien tuvo que soportar mi perorata por este estilo: "¡Lástima que ya vamos a llegar!" "¡Qué cruel es el tiempo!" "¡Me gustaría conocerte más!" Etc.
El asunto es que funcionó: me adoptó como su taxista faldero -digamoslo así-, y en lo sucesivo la fui a buscar a su trabajo, no preocupándome más por el tiempo para conversar con ella sino por la ocasión propicia para acostarla.
De acuerdo con mi estilo, lo normal fue que emanaran cervecitas (cuando se podía), una que otra comida y ciertas escapaditas hacia los exteriores de la ciudad, a modo de paseo. Pero todo era muy breve con ella, porque siempre tenía que hacer algo. Esta vez me tocó una andina, en plena juventud, estudiante y trabajadora. En fin, en estas pocas ocasiones logre cultivar la flor para los efectos que yo deseaba, esto es, que ella comprendiese que yo admiraba su belleza en términos muy prácticos. Algo así como que la juventud y el placer se aprovechan antes que se marchen en el tren sin retorno. Con ella aprendí a aprovechar los cortos minutos.
Por esa razón maquiné el rápido zarpazo en su propia casa. Ella me había indicado dónde colocar su paquete en la habitación y se había rápidamente a la cocina. Pero yo me las ingenié para que observara algo en su preciosa caja, y cuando entró a la habitación a cuyos lados reposaban dos camas, entonces hice todo en uno: me le declaré, la besé y le hice el amor lo más cercano al estilo en que ella me había adiestrado, velozmente, devorando, bajándole la ropa del cinturón para abajo (tenía que volver rápido a su trabajo), sin la oportunidad siquiera de contemplar a placer sus enigmáticos senos. Nos dejamos caer sobre la cama más cercano, y al rato ya estábamos listos para ir a trabajar. ¡Estábamos en su propia casa y había la posibilidad de que en cualquier momento llegase por allí cualquier doliente de la carne ajena degustada!
Cuando me levanté, tuve la sensación de descansar de una carrera muy corta pero intensa, sudando a borbotones, con el corazón a cien kilómetros por hora.
Mariú -así la llamaremos- me dio un breve y sublime momento de su vida.
Nos seguimos viendo, y, naturalmente, será parte de las peripecias de este blog tan personalísimo.

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