Ese día me levanté a las 11:00 am, aún turbio de cervezas. Me pasé la noche anterior no trabajando sino buscando una despedida de la región con una hermosa damisela. Me acosté a las siete de la mañana y manejé somnoliento para Caracas. Fue una aventura siempre peligrosa. Me decidí por Rita, dejando por ahora a Rosa.
Empecé tomando whiskie con mi padre, a quien le regalé una marca medianamente costosa. Luego me entusiasmé con los mismos vecinos y rodé por allí un rato. Me sentía algo infantil, como cuando uno se apresta para una despedida.
Uno de los camaradas se ofreció acompañarme para ir al encuentro de mi amada e imposible amor, llamada Rita, quien a la sazón se encontraba en una zona algo delictuosa. Una zona poblada de sólo guyaneses, pero atractiva también por las niñas guyanesas, que son muy bellas. Eso le dije a mi acompañante para que se decidiera a ir conmigo.
Dimos muchas vueltas en los alrededores, pero me fue imposible recordar cuál era la dirección. La caña hacía su estrago en la memoria. Finalmente, me dí por vencido. Llevé al amigo a su casa y aun me bebí con él unas cuantas frías.
Promediando las diez de la noche, el demonio de la aventura se posesionó de mi cuerpo. Decidí buscar nuevamente la dirección, yo solo.
Así fue, y tuve éxito. Conseguí a la criatura, sola esta vez, pero con la presión de la llegada del marido de un momento a otro. Ello me tenía muy excitado, y ello me hacía al mismo tiempo muy feliz, pues, hermano, se siente uno vivo, vivo, tan vivo que alcanzas conciencia de muerte.

Así andaba yo, envuelto en peligro: yo en la casa de la chica, en una barriada peligrosa, desconocida, y con la amenaza de un encontronazo con el inocente marido.
Cuando perfilé a la niña para cosas mas serias, después de hablar un rato con ella, surgió la idea de conseguir unas cervecitas adicionales para acompañar el momento. Me fui hasta una bodega donde previamente había hecho amistad con unos mañosos y donde también me había bebido unos cuantos galones del líquido embriagante. Compré un ramillete botellas bien heladas. Volví a la casa de la chica, pero había ocurrido lo temido: al coño de marido lo protege el dios de la fidelidad. El tipo había aparecido, y tenía represeda al objeto de mis deseos en su hogar.
"¿Qué hacer?", carajo, pensaba mi cabeza. Nuevamente varado con esta mujer. Nuevamente... Creo que es suficiente, me lo digo ahora. Ella está allá, disponible, quiere estar conmigo, y yo también quiero llevarme a la tumba el recuerdo de haberla poseído. Pero todo se opone, como dice el poeta.
Arranque con mi despecho listo para ser transformado en trabajo nocturno: ¿qué más podía hacer? Partí.
Al salir de barrio -para completar- el vehículo se me encunetó en una especie de quebrada, y allí esperé una media hora que llegase la delincuencia o una ayuda. Ya eran como las doce.
Afortunadamente apareció primero la ayuda que los choros. Me sacaron a empujones, eché una buena meada en tan frustrante lugar y me fui a rodar por la ciudad hasta la madrugada, repitiendo el ciclo acostumbrado de trabajo nocturno.
Después, durante el viaje a Caracas, somnoliento, ciento cuarenta o cincueta kilómetros por hora, a la altura de Anzoátegui, caí en una depresión vial y se me reventó un amortiguador. Nada grave que me impidiera continuar. Seguí a la misma velocidad. Arribé a la ciudad. Dormí y amanecí y voté ayer domingo por mi candidato de preferencia.
Desde hoy, por unos quince días cuando regrese a Guayana, cambio mi campo de acción por Caracas, donde tengo unos dos o tres direcciones sexuales a disposición.
Veremos. Por lo pronto, a reparar y trabajar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario