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viernes, 21 de enero de 2011

Noche de excepciones con una juvenil prostituta

Sexo oral A un anónimo que me pregunta si he entrado a un bar llamado Plaza, en San Félix, Edo. Bolívar, le contesto que sí.  Probablemente el hombre (o mujer) no me lea la respuesta, dada mi forma no periódica de llenar este blog.  Preguntó el 5 de octubre de 2.010...  ¡Échale!  Mira cuando cuándo lo atiendo...

Y preguntó en el contexto del relato de una noche peligrosa, de esas que de vez en cuando vivo cuando me atenaza el impulso de hechos digamos audaces.  De mis idas y venidas entre San Félix y Puerto Ordaz.

Hoy estoy en Caracas, como les he dicho ya.  Pero ya saben que rodé ruedas por cantidad en la llamada Zona del Hierro.  Y sí, le digo a mi lector, sí.

Muchas noches me paré frente a ese bar.  No soy de los que se paran mucho tiempo en un lugar pescando pasajeros.  Soy un taxista mercurial:  me muevo, me gusta la brisa en la cara, como les he dicho.  Abomino de los taxista de línea, gordinflones echados a la sombra de un árbol o edificio a la espera de que el pan les caiga en la boca, y cobrando más caro, de paso.  Con mi vehículo supongo me siento como los piratas, como esos aventureros que se montaban en un barco en busca del mundo desconocido, si es que se puede buscar lo que no se conoce.

Pero me paraba enfrente, y de vez en cuando entraba por una cerveza.  El ambiente siempre era un revoltillo de humo y mesas con putas ordeñando el bolsillo de los imbéciles.  Y siempre con olor a peligro, a bronca, a tiroteo con muerto y todo sobre el pavimento.

Con las putitas soy fisgón.  No las toco, por regla personal.  Las saboreo visualmente, revisando su escote y disfrutando de la carne en fru fru con la tela de su vestido.  No más.  Hablo con ellas, las oigo, a veces las dejo hacerme sexo oral pero con protección, carajo.  Y ojo:  sigo sosteniendo que no las toco.  El plástico del preservativo es una barrera entre ellas y yo.  Lógicamente no tocarlas significa que no las beso ni les manoseo las tetas o piernas, quizás cometiendo alguna excepción de vez en cuando ─no lo niego─ con alguna putilla muy joven, nueva en el oficio.  Pero incluso así me resulta difícil conciliar con ellas.

No obstante ─ya estamos hablando de excepciones─, cierta noche fui por una cerveza y vi cerca de la barra a una sirena de éstas.  Muy joven, nueva en la oscuridad, pues, fumando un cigarrillo mientras descansaba de los incansables borrachos.  ¿Para qué describirla?  Si ya mi amigo el lector anónimo sabe cómo son.  Súper tetas, súper culo, carita juvenil...  Dotes esas que llevan a una juventud frustrada o fracasada o abandonada a tomar el camino fácil de sacarle provecho comercialmente a sus dotes naturales, especialmente físicas.  Acercarse a ella significaba bajar los ojos hasta la raja vertical entre sus tetas, cual nalgas; o imaginarse apretujar uno de los melones de sus nalgas, duras y misteriosas.

Le hablé un rato mientras obtenía mi cerveza para volver hacia el taxi afuera.  Le comuniqué visualmente mi fantasía (ojo, fantasía) de comerla, y ella aceptó.  Le dije que la llevariá a su casa cuando terminara, si yo estaba al frente.  Otra vez aceptó.

Salió a las dos de la mañana.  Vino sola.  Me dijo que la llevara hasta la vía de El Pao.  Rodamos y hablamos.  Para ser franco, mi pago era estar un rato con ella al lado y desearla, o imaginarme hechos irrealizables. Ya sabemos cómo es la mente humana de cochambrosa. Pero casi nunca ha sido tan fuerte el deseo que me lleve a romper la regla y a entrar en acción, poniéndome a perforar culos puteicos, aunque a veces pienso que las vecinitas que de vez en cuando me tiro (o aquellas mis amigas que ponen cuernos a sus maridos) es posible sean peor que las putillas.  Porque, digo, las putillas se protegen, y las vecinillas pega-cuernos te cogen sin que tú te pongas protección.  ¿Será que porque no las ves en un bar crees que no son guarras y no pegan enfermedades?  ¡Coño, si cada vez que te las pegas te coges de paso también al marido!  Quiero decir, entras de algún modo en contacto con él, el usuario principal de su carne.  ¡Y que sabe uno si el pobre cornudo es un redoblado cogedor de putas, de esos agricultores de los virus y bacterias!...

Lo cierto del cuento fue que la llevé y durante el camino no me animé a presionarla nada, ni siquiera porque sabía que ella estaba pensando que yo quería algo a cambio por llevarla a casa.  Estaba filosófico, digamos, porque quería oírla no más y conocer de aquel ser tan joven que salía de un alejado poblado hacia el centro de la ciudad a vender bebidas y a entretener borrachos.  Claro que cuando le miraba las tetas y la desbordante juventud en su cara siempre deseé que no fuera del oficio (como las vecinitas y amigas mías, quizás) para penetrarla y jugar un rato con ella... Pero ya les dije:  me cuesta hasta con preservativos.

Tenía marido y dos hijos.  Vivía en casa de su madre.  Su nombre es un sarcasmo de la vida:  Angélica.  Vendía el trabajo en su familia como una medida impuesta por una emergencia monetaria, y le decía a sus parientes que servía bebidas nomás a los borrachitos y que en ningún momento la tocaban.  Que era cuestión de control personal el no dejarse arrastrar ni siquiera bajo el efecto del licor.  Que sólo vendía y servía bebidas. Que si patatín, patatán.

Claro que conmigo ─supongo─ hizo una excepción, se dirá.  Como vio que llegábamos y yo no le sugería nada, sino que tomaba y hablaba, me miró de repente cuando entramos en un callejón oscuro, flanqueado de mucha vegetación.  Dijo “Epa, taxista, ¿qué tienes allí?", mientras se puso a frotarme la entrepierna.  Usted comprenderá, amigo lector, sobremanera masculino:  la torre se levantó, más cuando aquellas manos empezaron a hacer ruido con la cremallera de los pantalones y el lindo rostro juvenil se acercó rápidamente, con la boca entreabierta.

“Esta será una noche de excepciones… ─me dije burlonamente─, tanto de ella como mía”, y me encomendé a la suerte, rogando no contraer nada de aquella criatura.  Ya sabemos...., unos labios hermosos te pueden sembrar un papiloma o cualquier otra baratija de avergonzante catadura. Me ladeé un poco en la carretera y, acto seguido, abrí y relajé las piernas, dejando que aquella muchacha devolviera a su forma original mi erecta varilla.  Cuando me dijo “No me lo eches en la boca, taxista”, ya yo le estaba mandando un pequeño torrente del río Orinoco, que con seguridad le rebotaría en la pared final de la garganta.  Fue un corrientazo de placer extraordinario, lo reconozco, en apenas cinco minutos, con el aparato succionador de una lengua y dos labios, sin que yo tuviese necesidad de meter mano a su dueña tocándole siquiera una teta.

Sacó un panuelo y secó sus labios y, un poco más adelante donde se avisoraban una luces lejanas, bajó del carró y se perdió en la oscuridad.

martes, 8 de junio de 2010

La tristeza de un donjuán

Vejez e impotencia Ayer sentí consternación por un tipo como de 55 a 60 años, pelo blanco, bajo, contextura delgada, con aspecto algo cansado, apuntando ya a hombre mayorcito.

Me detuvo en la avenida Urdaneta, a golpe de 3:00 PM, por ahí.  Iba al Pérez Carreño con cierta urgencia porque a un nietecito (9 años) se le fracturó una mano por causa de una caída en la calle.  Le cobré BsF. 50, pero regateó, como siempre hace la gente (hay que cobrar caro, siempre pensando en ese mal hábito pasajeril).

Después de hablar de huesos rotos y niños un rato, y después de yo comentarles mis incursiones en la emergencia de ese temible hospital, empezamos a hablar de mujeres.  Es el tema clásico para hacer la carrerita más corta, aunque estemos conscientes que son cuentos de la calle, las más de las veces fantasías humanas, guisos de la imaginación.

─Ayer me pasó algo arrecho ─me preparó.

Ya yo le había contado caóticamente una aventurilla que tuve con una estudiante a la que me llevé a la playa y cuyo marido ahora me jode con sus mensajes llamándome al teléfono.  Dizque ─amenaza─ me matará, que me tiene ubicado y que sabe que le comí una fruta que era de su pertenencia.  Hasta mandó a otro a que me mande mensajes...   Pero no es mi cuento.

─Trabajo y tengo personal a mi cargo ─continuó el antiguo joven─.  Tengo una oficina ahí mismo en un edificio residencia cerca de donde te abordé.  Conozco mucha gente del edificio, hombres y mujeres.  Con varias de ellas tengo confianza, es decir, les echo vainas y me río mucho con ellas.  Un día una de ellas (morena, con un descomunal culo que te pone a temblar) me dijo “Martín, préstame BsF. 200”.  Yo le miré la cara y (te lo confieso) el culo también, y no pude evitar decirle, entre las risas de confianza que con ella tenía, “¡Gánatelos!”  Se me quedó mirando, como midiendo mi cara y lo que acababa de decirle, hasta que respondió:  “Tu vas a ver que me los gano”.

Mientras el hombre contaba su historia ocurrían muchas cosas que interrumpían su narración:  un motorizado haciendo de las suyas por allá, una mujer despampanante cruzando por acá, un fiscal mirándonos, una luz de semáforo que si en verde o amarillo.  En particular, un lunar carnoso, marrón, que saltaba sobre su labio superior, tendía a distraer la historia que contaba.

─Pasaron los días, dos, para ser exactos.  Una tarde como a las tres me toca la puerta de la oficina.  Voy y abro y (¿a qué no adivinas?) ¡sorpresa!  Era la “negra”.  Estaba arrechísima de sexy, vestida con ropa insinuante, apretada, tipo licra.  Tenía el pelo recogido.  Algo así como una mujer cuando sale a hacer ejercicios o a caminar, informalmente.  De inmediato, casi sin mirarme, después de haberme dicho “Hola”, cerró la puerta con el pasador, me indicó que me fuera a mi escritorio y, después de dar una vuelta para mostrarme su nalgas, se bajó del todo los pantalones y pantaletas hasta el suelo.  Seguidamente se sentó estirada sobre el asiento rodatorio y con brazos que tengo frente a mi despacho, y brotó lo más que pudo el arbolito de vellos de su totona, con las piernas apretadas.

“Me quedé en una pieza ─continúa el hombrecito─.  Y, como yo dudase en salir de mi asombro, se dio la vuelta sobre la silla giratoria y me mostró una intimidad oscura y trasera que me puso a temblar más.  El corazón se me aceleró.  ¡No joda, me excité fuertemente!  Fui hacia ella y la empecé a besar.  Le mordí la entrepierna, aunque no se dejó tocar las tetas ni besar en la boca.  Se puso a cuatro patas, se abrió.  Se retorcía como si hiciera un teatro... En fin, eso estaba aguadito cuando yo lo tocaba, listo para la acción...  Pero yo no me podía concentrar.  A cada rato sentía que me tocarían la puerta, que me llamarían por mi nombre, que se presentaría un problema en las instalaciones.  Hasta que exploté y se lo dije...”

─¿Y qué pasó?  ─le pregunto, después que se me queda mirando como para descubrir el efecto de su historia en mí y poder luego continuar.

“─¡No joda, negra, así no puedo! ─le dije─.  Vente otro día a otra hora.  O vamos a un hotel...  Hay mucha gente y tensión por aquí”

Y así terminó su historia, aunque a mí no me cuadraba nada.  Sabía que no estaba completo el cuentito y que el hombre no lo había relatado con sinceridad, escondiendo un punto doloroso para su hombría.

─Claro ─le digo para condescender con él─, es difícil con tanta tensión que uno funcione.  No todos, pero muchos hombres requerimos de gran tranquilidad para hacerlo...

Entonces me lancé con una gran mentira que me había ocurrido a mí con una muchacha de 22 años (tenía que completar la verdad de ese cuento mocho), a quién intenté hacérselo detrás de la puerta de un baño en una casa de familia, con el resultado de que no pude, porque no se me paró, porque había tensión, porque estaba apurado...

─Era una fiesta, estaba terriblemente excitado, pero tenía miedo de que el marido o alguien me descubriera.   Esa tensión jode y uno no funciona... ─mentira, todos sabemos que esa tensión gusta, es la procurada en el sexo rápìdo, muy especialmente por los hombres.

─¡Eso fue exactamente lo que me pasó! ─cayó el viejo─:  ¡No se me paró, compadre!  Me dije “Vaina, ¿qué pasa?”; la mujer estaba muy rica allí, abierta delante de mí, yo estaba engrasado de su rico sabor a cuquita... y nada.

Fin de la historia.  El hombre había confirmado su ingreso ─me dije─ a la lista de los viejitos que le hacen el amor a las mujeres sólo mirándolas, incapaces de un más allá.  Las tocan “accidentalmente”, las huelen, las miran extasiadamente...  Tal es su acto sexual, es decir, el acto sexual en la tercera edad.  La mayoría de esos señores termina siendo fetiche.  Bueno..., no hablo mucho..., todos vamos para allá.

Para terminar de saciar mi curiosidad, le pregunté al don si le había pagado los doscientos bolívares que ella le había pedido y me dijo que no, que la negra se había arrechado, y que él trató de invitarla otro día para un hotel y ella le dijo “Ya tu perdiste el chance conmigo, y ya no estás para eso, viejito”. En ese momento, cuando pronunció esa lapidación de palabras, no lo quise mirar, aunque sí sentí como su lunar tembloroso esperaba que lo hiciera.

Como ven, es una historia tristona para un donjuán.  Sentí conmiseración por el señor cuando lo dejé en el Pérez Carreño.  Le cobré BsF 45, y, cuando se bajó, en una burla loca de mi imaginación, sentí el impulso de bajarme y correr a ayudarlos a bajar, es decir, a ambos, a él y su cadáver (ja, ja, ja), no vaya a ser que se lesionen en el ínterin.

Ustedes sabrán perdonar mi humor negro, pero díganme ¿con qué otro estilo puede escribir un hombre, taxista como yo, aventurero, que sabe que en cualquier momento se puede morir en la calle?  Acuérdense que ejerzo uno de los cinco oficios más peligrosos que hay, entre periodistas, bomberos, policías y otro que se me escapa.

jueves, 8 de abril de 2010

La chica del BlackBerry recuperado y mi oportunidad perdida

Ja, ja, ja.  Hoy comparto con ustedes una curiosa nota.  No hablaré de sexo; lo prometo.  ¡Dios, hasta cuando, esta es una bitácora sobre el oficio de las cuatro ruedas!  Mezclar siempre el trabajo con los sentimientos o el sexo lo han recomendado como no deseable.  Pero ya usted sabe:  es difícil evitar.  Somos hombres y mujeres; nos miramos a los ojos, nos hablamos, nos entendemos, como vasos comunicantes, y ¡pam!, compartimos nuestras miserias... Digo..., nuestras humanidades.  Sea dentro de un vehículo o una oficina.  Los cuerpos de las personas pueden ser caros o pobres marcos de retratos, pero las almas son esencias.  Y hay mucha alma por allí que busca siempre un consuelo, no consiguiéndose ni a sí misma ni a otras.    Bueno..., en fin..., o sea…, es decir…, lo dejo.  Voy.

Ayer monté a una bella damita.  Ojos verdes, cutis precioso y como de vidrio blando...  Elegante.  Pongámosle treinta y piquito, pero en todo jovial y muy bien cuidada.  Falda, pero rodillas y piernas muy blancas.  En general, deseable.

Vea lo que le voy a contar, prometiendo no disgregar mucho hacia lo sensual el tema (o no contarle lo que ocurrió), como me lo he prometido yo mismo en la realidad a la hora de trabajar: nada de aventuras.  Tengo tres parejas en la actualidad, y ello debiera ser suficiente para saciar anhelos sensuales.   Pero les confieso, el hombre es un perro insaciable (no lo han visto perseguir a la perra en celo); lo digo porque apenas vengo de estar con una de mis chicas, al ver un apretado trasero femenino contoneándose en la calle, siento el desmedido deseo de tocar su tersa piel duramente apresado debajo de la tela del malvado pantalón.

Por supuesto, como se los dije antes:  mi oficio de taxista me permite la licencia de vivir con las tres a un tiempo.  Mi trabajo es tan inconstante a veces como diabólicamente dedicado.  Semejantes desuniformidades ─no conseguí otra palabra─ me permiten llegar y salir a cualquier hora de mi casa, donde cohabito con mis hijos y esposa.

Me detuvo en Chacaíto.  Iba a San Bernardino, cerca del Hotel Ávila, por ahí, por la Av. Los Próceres.  Le dije BsF. 50.  Estábamos cerca de la hora pico, como a las cuatro, cuatro y media.  Regateó.  Dijo que era caro.  Le bajé a 45.  No quiso.  Al fin me la llevé en 40.  Confieso que mientras hablaba con ella sobre el precio me extasiaba en el interior esmeraldado de sus ojos.  En realidad yo murmullaba mentalmente “te llevo gratis, carita de muñeca”.  Pero me dejé de eso a la final y me dediqué a realizar mi trabajo.

Para exorcizar el demonio de aquella belleza femenina respirando sobre el asiento trasero de mi carro me puse a pensar en lo tacaña y mala condición de algunas personas, que a veces como que imaginan que casi hay que llevarlas gratis.  Las cosas cuestan, mi cuate, sobremanera un vehículo, al que hay que pagarle hasta el aire que contamina.

Ella me ayudó un poco a que yo desarrollara ese sentimiento molesto sobre la miseria humana que yo quería iniciar.  Pero la miraba y miraba y seguía siendo bella.  ¡Cómo no!

Me decía que la vida estaba cara, que nosotros los taxistas, que si la piedad, que si patatán, patatán.  Ya usted debe de conocer el cuento, sin necesidad de ser taxista.  Ha sido, con seguridad, un usuario y se ha sentido renuente a pagar lo que a veces le cobran.  Lo que usted ha pensado es exactamente lo que profería aquella muñequita que hablaba dentro de mi carro.

Yo no quería mirar para atrás nuevamente.  Sabía que sus rodillas lucían hermosas, aunque demasiado blancas, como les decía.  Me apliqué al volante, mirando la carretera, mirándola nomás por el retrovisor; pero les digo que no sirvo para tanta insensibilidad.  Lucir como no soy, desagradecido de la belleza humana y antipático con las personas.  Sin embargo, me contuve.  Nada de decirle a mi manera lo bella que era, es decir, hablándole de mí para generar confianza en ella, para, inmediatamente, cobrarle hablando nomás de ella misma, como debe empezar cualquier cosa parecida a seduccion o aventura y hasta juego.  Así que me las arregle y me hice neutro, y me puse, como viejo perfilado que voy siendo, a hablar de cualquier gafedad, inventado historias, esta vez de las peripecias de una ficticia chica a quien impartía clases de manejo.

Logré que se sonriera, y hasta empezó a animarse a contarme historias de ellas, de la forma cómo había aprendido a conducir y que si patatín, patatán.  Y yo me decía interiormente, para cortar congraciarme con ella:  “¿Sí?  ¿En serio?  Debe ser siempre muy curioso y ameno presenciar cómo una tacaña aprende a conducir su vagina por las calles.”  Ustedes saben..., necedades de uno; idioteces que uno suelta en determinados momentos de la vida, lo más parecido a las ridiculeces de un borracho cuando se cree súper algo en todo.  Ni yo mismo me creía mi supercuento de despreciar a ninguna belleza.

Así las cosas, llegamos.  Pagó sus cuarentas y la dejé frente a una amiga que la esperaba, junto a una cuadrilla de obreros que cavaba la calle.

Me fui y antes de llegar a la Av. Panteón, bajando, tomé a otra chica, muy apurada por llegar al estacionamiento antes que lo cerraran. Pero antes había subido el volumen de la música y no había podido distinguir el tono de un teléfono que sonaba desde hacía ratito. Y justo muy poco antes de tomar a la nueva chica fue que descubrí que la beldad tacaña había dejado un pequeño bolso atorado en el asiento trasero.  Contenía un BlackBerry, entre otros cachivaches costosos.

Cuando insiste en llamar, que yo contesto, ya con la nueva pasajera dentro del vehículo, le digo que tendrá que esperar que termine el servicio, dirigido precisamente hacia dónde la había tomado a ella, Chacaíto.  Le di mi palabra y se tranquilizó.  Y me dije que, no obstante todo, vería de nuevo a mi belleza.

Pero siguió insistiendo, nerviosa, supongo, porque había dicho que su teléfono “era su vida”.  Llamaba y llamaba. A la final le conté la historia a la pasajera, con quien había transado una amena conversación, y le resultó muy entretenida.  Hasta le dije que hablara con ella, con la bella tacaña, en una de esas llamadas que hacia.  Y lo hizo, y le dijo que se tranquilizase, que el señor conductor mostraba muy buena disposición para llevarle el teléfono, cosa difícil en un mundo tan ladrón como el presente.

Ya libre, llamé al número último que aparecía en la pantalla del BlackBerry, por supuesto, de su mismo teléfono.  “Voy para allá”, le decía mientras conducía, “Recuerde, me pagará la carrera, tal como se la cobraba inicialmente”.   Y no podía evitar sonreír.  Las cosas de la vida.  Una tacaña bonita que decía que el teléfono era su vida, contentivo de información prácticamente existencial.  Que si esto, que si aquello, que no importaba tanto el teléfono como los datos que contenía. ¡Ah, las mentiras!

¡Cónchale, me podía aprovechar!  Pero ustedes ven: así como no puede uno dejar de apreciar la belleza de una nena, tampoco puedo yo ponerme a apreciar lo diabólico de las circunstancias.  Me había ocurrido antes.  Soy honesto en estos aspectos del dinero mal habido.  No está en mi. Varias veces me he devuelto a entregar enseres dejados en el carro, cobrando el valor de la carrera y a veces por nada, cuando descubro que la miserable persona olvidadiza siente molestia por pagar su error.  Hago únicamente trampas para acostar a una mujer, porque veo la situación como una guerra donde la posibilidad de victoria es única.  Una sola es la oportunidad para estacionar el vehículo entre sus piernas, doblegando dulcemente a la “enemiga”, tal cual como ella misma parece proponer.  El tiempo pasa y te haces viejo, y pierdes facultades y oportunidades.  La fase final de la vida es un desierto tanto del cariño humano como de la calidez sensual.

Cuando llegue nuevamente al sitio donde la había dejado, me esperaba prácticamente en medio de la calle, sonriente, hasta con la cuadrilla de obreros, a quien de seguro le había contado el cuento.   Estaba hermosa, como antes.  Pero en mi mente bullía la estúpida sensación de venganza por cobrar ─ahora sí, carajo─ mis BsF. 50.  Pensaba en lo que hace la miseria a los miserables, así se tratase de una mujer bella (aunque por miserable no debiera llamarla de tal manera).  El simple servicio de BsF.  40 se le había convertido en casi 100.  Je, je, je.

Vino a mi ventanilla y le dije que eran 50 (lo que ella sabía), con mi idiota venganza en la cabeza.  Me miró con arrobo, puedo jurarlo (por supuesto, se sentía muy agradecida; no por mi, caramba).  Me dijo “Ya le pago”.  Regresó a la puerta de su amiga y volvió.  Me dio el dinero y me miró nuevamente, durante un largo ratito (¿me explico, no?).  Dijo:

─Soy agradecida ─y empezó a meter y sacar mano de su bolso, mientras alguien de allá al frente, de entre la cuadrilla de obreros, le gritaba “¡Vete con él!”  ¡Vaya, vaya, vaya:  y yo evitando situaciones de “irse” con alguien precisamente!  Les puedo jurar que esa situación me exaltó fuertemente.  Era preciosa, estaba emocionada, agradecida, su pelo en llovizna parecía querer transformarse en tormenta sobre su cara...  Pude pedirle u ofrecerle ─mejor dicho─ cualquier cosa:  un servicio, mi teléfono, cualquier posibilidad de llevarla otra vez para verla de nuevo.  Estaba hecho si quería.  Hasta podía ofrecerle clases de manejo, según me recordé que me había dicho que no sabía conducir del todo.

Más me sorprendí cuando noté que buscaba una tarjeta con sus señas telefónicas o quizás de profesión u oficio en su cartera, pero inexplicablemente tomé los BsF. 400 que había sacado y arranqué, dándole las gracias y amablemente indicándole que lo dejase así, despreciando la posibilidad de darle un buen chance para que me pagase más a sus anchas el inefable teléfono que había recuperado. Je.

Se lo dejo a su consideración, don lector.  Sólo remato, para dejar la historia hasta aquí, con que son vivencias que te dejan los pensamientos palpitando por varios días.  No puede uno dejar de decirse que perdió la oportunidad de abrir una nueva brecha de vida en esta historia corta que es la existencia humana. Al menos la posibilidad de hacer el intento.

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