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viernes, 21 de enero de 2011

Noche de excepciones con una juvenil prostituta

Sexo oral A un anónimo que me pregunta si he entrado a un bar llamado Plaza, en San Félix, Edo. Bolívar, le contesto que sí.  Probablemente el hombre (o mujer) no me lea la respuesta, dada mi forma no periódica de llenar este blog.  Preguntó el 5 de octubre de 2.010...  ¡Échale!  Mira cuando cuándo lo atiendo...

Y preguntó en el contexto del relato de una noche peligrosa, de esas que de vez en cuando vivo cuando me atenaza el impulso de hechos digamos audaces.  De mis idas y venidas entre San Félix y Puerto Ordaz.

Hoy estoy en Caracas, como les he dicho ya.  Pero ya saben que rodé ruedas por cantidad en la llamada Zona del Hierro.  Y sí, le digo a mi lector, sí.

Muchas noches me paré frente a ese bar.  No soy de los que se paran mucho tiempo en un lugar pescando pasajeros.  Soy un taxista mercurial:  me muevo, me gusta la brisa en la cara, como les he dicho.  Abomino de los taxista de línea, gordinflones echados a la sombra de un árbol o edificio a la espera de que el pan les caiga en la boca, y cobrando más caro, de paso.  Con mi vehículo supongo me siento como los piratas, como esos aventureros que se montaban en un barco en busca del mundo desconocido, si es que se puede buscar lo que no se conoce.

Pero me paraba enfrente, y de vez en cuando entraba por una cerveza.  El ambiente siempre era un revoltillo de humo y mesas con putas ordeñando el bolsillo de los imbéciles.  Y siempre con olor a peligro, a bronca, a tiroteo con muerto y todo sobre el pavimento.

Con las putitas soy fisgón.  No las toco, por regla personal.  Las saboreo visualmente, revisando su escote y disfrutando de la carne en fru fru con la tela de su vestido.  No más.  Hablo con ellas, las oigo, a veces las dejo hacerme sexo oral pero con protección, carajo.  Y ojo:  sigo sosteniendo que no las toco.  El plástico del preservativo es una barrera entre ellas y yo.  Lógicamente no tocarlas significa que no las beso ni les manoseo las tetas o piernas, quizás cometiendo alguna excepción de vez en cuando ─no lo niego─ con alguna putilla muy joven, nueva en el oficio.  Pero incluso así me resulta difícil conciliar con ellas.

No obstante ─ya estamos hablando de excepciones─, cierta noche fui por una cerveza y vi cerca de la barra a una sirena de éstas.  Muy joven, nueva en la oscuridad, pues, fumando un cigarrillo mientras descansaba de los incansables borrachos.  ¿Para qué describirla?  Si ya mi amigo el lector anónimo sabe cómo son.  Súper tetas, súper culo, carita juvenil...  Dotes esas que llevan a una juventud frustrada o fracasada o abandonada a tomar el camino fácil de sacarle provecho comercialmente a sus dotes naturales, especialmente físicas.  Acercarse a ella significaba bajar los ojos hasta la raja vertical entre sus tetas, cual nalgas; o imaginarse apretujar uno de los melones de sus nalgas, duras y misteriosas.

Le hablé un rato mientras obtenía mi cerveza para volver hacia el taxi afuera.  Le comuniqué visualmente mi fantasía (ojo, fantasía) de comerla, y ella aceptó.  Le dije que la llevariá a su casa cuando terminara, si yo estaba al frente.  Otra vez aceptó.

Salió a las dos de la mañana.  Vino sola.  Me dijo que la llevara hasta la vía de El Pao.  Rodamos y hablamos.  Para ser franco, mi pago era estar un rato con ella al lado y desearla, o imaginarme hechos irrealizables. Ya sabemos cómo es la mente humana de cochambrosa. Pero casi nunca ha sido tan fuerte el deseo que me lleve a romper la regla y a entrar en acción, poniéndome a perforar culos puteicos, aunque a veces pienso que las vecinitas que de vez en cuando me tiro (o aquellas mis amigas que ponen cuernos a sus maridos) es posible sean peor que las putillas.  Porque, digo, las putillas se protegen, y las vecinillas pega-cuernos te cogen sin que tú te pongas protección.  ¿Será que porque no las ves en un bar crees que no son guarras y no pegan enfermedades?  ¡Coño, si cada vez que te las pegas te coges de paso también al marido!  Quiero decir, entras de algún modo en contacto con él, el usuario principal de su carne.  ¡Y que sabe uno si el pobre cornudo es un redoblado cogedor de putas, de esos agricultores de los virus y bacterias!...

Lo cierto del cuento fue que la llevé y durante el camino no me animé a presionarla nada, ni siquiera porque sabía que ella estaba pensando que yo quería algo a cambio por llevarla a casa.  Estaba filosófico, digamos, porque quería oírla no más y conocer de aquel ser tan joven que salía de un alejado poblado hacia el centro de la ciudad a vender bebidas y a entretener borrachos.  Claro que cuando le miraba las tetas y la desbordante juventud en su cara siempre deseé que no fuera del oficio (como las vecinitas y amigas mías, quizás) para penetrarla y jugar un rato con ella... Pero ya les dije:  me cuesta hasta con preservativos.

Tenía marido y dos hijos.  Vivía en casa de su madre.  Su nombre es un sarcasmo de la vida:  Angélica.  Vendía el trabajo en su familia como una medida impuesta por una emergencia monetaria, y le decía a sus parientes que servía bebidas nomás a los borrachitos y que en ningún momento la tocaban.  Que era cuestión de control personal el no dejarse arrastrar ni siquiera bajo el efecto del licor.  Que sólo vendía y servía bebidas. Que si patatín, patatán.

Claro que conmigo ─supongo─ hizo una excepción, se dirá.  Como vio que llegábamos y yo no le sugería nada, sino que tomaba y hablaba, me miró de repente cuando entramos en un callejón oscuro, flanqueado de mucha vegetación.  Dijo “Epa, taxista, ¿qué tienes allí?", mientras se puso a frotarme la entrepierna.  Usted comprenderá, amigo lector, sobremanera masculino:  la torre se levantó, más cuando aquellas manos empezaron a hacer ruido con la cremallera de los pantalones y el lindo rostro juvenil se acercó rápidamente, con la boca entreabierta.

“Esta será una noche de excepciones… ─me dije burlonamente─, tanto de ella como mía”, y me encomendé a la suerte, rogando no contraer nada de aquella criatura.  Ya sabemos...., unos labios hermosos te pueden sembrar un papiloma o cualquier otra baratija de avergonzante catadura. Me ladeé un poco en la carretera y, acto seguido, abrí y relajé las piernas, dejando que aquella muchacha devolviera a su forma original mi erecta varilla.  Cuando me dijo “No me lo eches en la boca, taxista”, ya yo le estaba mandando un pequeño torrente del río Orinoco, que con seguridad le rebotaría en la pared final de la garganta.  Fue un corrientazo de placer extraordinario, lo reconozco, en apenas cinco minutos, con el aparato succionador de una lengua y dos labios, sin que yo tuviese necesidad de meter mano a su dueña tocándole siquiera una teta.

Sacó un panuelo y secó sus labios y, un poco más adelante donde se avisoraban una luces lejanas, bajó del carró y se perdió en la oscuridad.

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