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jueves, 3 de julio de 2008

Meando la pata del Ávila y una de patrulleros metropolitanos

Imagen tomada de Wikimedia Commons Las lluvias han saboteado el trabajo.  Mucho tráfico, calor, además del agüero.  La pesca y repesca no ha estado de lo mejor, en consecuencia. Saliendo en las tardes −como salgo−, mirando las madres de colas que se forman, resuelvo de lo más tranquilo ir a tomarme un café hacia los lados de San Bernardino, esperando que pase el vaporón. Nadie espera por mi como para que me desespere.

Por allí el aire es frío y se puede sentir la libertad de andar sin sentirse internado en una jungla de vehículos.

A ratos añoraba otros lados del país, donde uno puede desplazarse a gusto (aunque no del todo debido al sol).  Volar, si se puede afirmar, dado que aquí, en las calles de Caracas, uno se la pasa prácticamente pegado a  un punto de la carretera.

La situación parece susurrarme al oído "Trabaja de noche, trabaja de noche"; pero yo me resisto, desde que dije que trataría de no aventurarme en lo oscuro.

Los pasajeros han estado de los más patanes.  A estas alturas de la vida, pretenden los miserables que nos enfrasquemos con ellos en una cola kilométrica por BsF. 20, como si estuvieran muy buenos ellos (¡epa, ya saben, con una mujer no importa!).  En tales trances, corto por lo sano.  Los dejo ahí, mojándose y me voy a gastar a la cafetería los BsF. 20 que no he hecho.  Como ya les he dicho, también, la gente más miserable es la de los lugares más caros, los que se montan en tu vehículo y empiezan a presumir de ser "dueños de mundos y vidas".  La gente pobre paga gustosa el gasto, brinda si se siente alegre y por poco casi te ofrece sus mujeres.  Bueno..., exagero un poco:  el objetivo no es la ofensa sino el reconocimiento de una calidad de humana.

Los pasajeros más miserables son los chinos:  pagan lo que le dan en la caja para que paguen.  No hay modo de subirles la tarifa.  He llevado unos cuantos a sus restaurantes, pero primero me pienso con detalles la ruta para arriesgarme por un BsF. 20, que es la tarifa mínima.

En fin, llueve y no escampa.  Y de café y de torta me estoy llenando, bajo la sombra de los árboles viejos de San Bernardino, mi lugar de flojeo.  Por cierto, en una de esas, de exceso cafeínico, tuve deseos de vaciar la vejiga y, paseante como me sentía, se me ocurrió irme a la Cota Mil a orinar, tal vez para acercarme un poco más a la sabrosa montaña del Ávila.

Pero el asunto no me salió tan placentero como lo imaginé, o por los menos no me dejaron descargar el chorro como dios manda.   Unos patrulleros metropolitanos se estacionaron delante de mi vehículo y no me creyeron que yo estuviera saciando una necesidad, a pesar que −hay que decirlo− casi me veían el pajarito.  Querían sacar algo, específicamente de mis bolsillos.  Eran dos, y uno de ellos me dijo que no creía del todo que yo estuviese orinando únicamente.  Le pregunté que se le ofrecía y él, así, como si fuese un deporte para ellos, me pidió que sacase mis pertenencias y las pusiese sobre el carro.

Me sonreí, porque un hombre como yo, podrido de calle, no suele llevar nada encima sino una cartera portadora de los documentos.  Ni reloj, ni cadena, ni brazalete; apenas un celular de BsF. 800 y una botas que me costaron 350.  Y el celular lo más disimulado posible, forrado con una transparencia no muy presentable ni llamativa, pero protectora.  El dinero es difícil ubicarlo.

El agente se desilusionó cuando saqué mi cartera y le pregunté si quería ver mi identificación.  No lo creía.  Parecía buscar algo (¿qué sería?), e hizo el amago de registrarme.  Le dije que le podía mostrar los papeles míos y los del carro, pero que no me registrara porque no tenía acusación definida contra mí.  Me miro y se sonrió, desistiendo en el acto, y en el momento sentí la mirada del que esperaba en la patrulla (muy destartalada y humeante).  Algo me preguntó que no entendí, quizás porque estaba evaluando yo la soledad del sitio.  Si les hubiera dado la gana, en la soledad de la Cota Mil, actuando como actúan los cuerpos policiales asesinos de los tantos casos que uno lee en la prensa, podrían haberme pegado un tiro, tranquilamente…

Pero no era para tanto.  En ningún momento hubo nada hosco que no fuera el rostro de trasnocho del conductor de la unidad.  Diciéndome que mataban a muchos taxistas en la ciudad, el de afuera montó en su unidad y se fueron con sentido a la Av. Baralt, parte alta.

Y yo, con la sensación de no haber podidos saciar a gusto y completamente las ganas de orinar (era lo que me importaba), me fui otra vez hacia los lados de San Bernardino, esperando la baja del tráfico y la lluvia.

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