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martes, 21 de noviembre de 2006

Un repele a última hora

El domingo transcurrió sin pena ni gloria. Nada extraordinario: recorridos monótonos entre San Félix y Puerto Ordaz.
El día lunes me vine al salón de Internet y me abstraí leyendo sobre política, pendiente que a la 3:00 pm tenía que pasar buscando a Rita, a quien hasta el día de hoy no he podido acuclillar. El día que quedé en llevarla al puente Orinoquia (el sábado), lo que hicimos fue charlar cerca de su casa, pues era inminente la llegada del marido. ¡Vainas con este hombre! ¡Si supiera que quiero hacer feliz a su mujer aburridita aunque sea un tiempecito! Me despidió con un beso prometedor de su carnosa boca.
Sin embargo, el hecho de estar pendiente de ella no impidió que yo saliese de la sala hacia las 5:00 de la tarde. Volé. La llamé. En el ínterin me tragué cinco cervezas de las grandes.
La tarde guayanesa, normalmente ardiente, lucía soberbia, serena, tibia, sensual... El cielo parecía el techo de una cueva, compadre, acogedora ella, de azul petróleo. Deseaba embriagarme con la flaca y luego hacerle el amor.
Cuando conversé con ella, para invitarla, me invadió el temor de que se trajera a la menor de sus niños. ¡Que rollo! Ya la oía decir: debo llevarme a la niña porque no tengo quien la cuide. Y yo decía dentro de mi: ese escudo protector no te va durar tanto. Pero nada de eso: ya se entraba la noche y otra vez el coño 'e madre de maridito andaba cerca. Fin de mis sueños con ella por el día. Arranque mi vehículo y me fui a dar unas vueltas, pero a dos kilómetros, a la pata del semáforo del Roble, el carro no cojía las velocidades. ¡Puto mecánico! Me puso un tripoide nuevo, y parece que por ser nuevo da demasiada lata. ¡Que suerte, ¿no?! La calle estaba llena de gente. Lo llamé. Lo esperé. Parecía no venir. Me bebí seis más. Me comí una hamburguesa, y al fin me decidí engrasarme las manos. Metí el bendito tripoide y me fui a casa de mi viejo pensando en el riesgo de trabajar con el carro en tales condiciones. ¡Qué se me salga el tripoide en la mitad de unos barrios de por acá! Bueno, sería el final de las entradas de este, apenas naciente. Fíjate en los barrios: Vista al Sol, Cristobal Colón, Las Batallas, Libertador, Campo Rojo, Los Sabanales. Bueno...
¡Pero que va! Llegando a casa, como a las 10:00 pm, noté las aceras atestadas de muchachas y muchachos, mujeres con sus maridos, hijas bien buenas, hablando de lo más sabroso frente a sus casas. Había vida.
Miré la casa oscura de mi viejo y me dije "¡Que va, chigüire, tan temprano no se acuesta el guerrero! Las cervezas me habían alborotado, compadre.
Me puse frenético. Busqué la telefonera y me fui hasta el teléfono público de la esquina. Eché un vistazo a los nombre de las posibles víctimas y ¡zas! di con una. Por la hora, no me podía antojar de una mujer casada, aunque las prefiera. Son mejores en la cama. Tiran con arrechera, con toda la fuerza de la frustración que les da el acostarse siempre con el mismo maridito.
Una empleada de la alcaldía. Sola. Treinta y déle. Rubia pelo pintado, delgada, buenas caderas, con un gusto especial por los ataques en su retaguardia.

Algo de esto hubo en la noche


Me fui hasta ella. ¿Dónde? Bueno, amigo, en uno de los barrios candela que mencioné arriba. Mientras manejaba, pensaba en el dios de los taxista, que no sé cual es, por cierto. El culo de la catira me aparecía sentado en la trompa del vehículo, llamándome como una sirena; y a mis costados me daba miedo ver la escena de un taxista accidentado.
Llegué a su casa sin problemas. Le brindé un tragó al papa y le tiré los perros a la hermana mientras la Catira -así la llamaremos- se ausentaba al baño o la cocina. Le dije para salir, y la madre como que me pilló, porque vi cuando a través de la ventana de la sala me lanzó un anatema. ¡Bah, qué me importa!
Me llevé a su hija hacia la vía de Upata. Le di pollo de comer. Hice que se bebiera unos tragos, y luego la pasee delante de una pila de hoteles que había por la vía. Cuando le dije lo del hotel, me dijo que había dejado a sus muchachas encerradas en la habitación. Entonces exclame:
-¡Pero mamita, si en una hora es mucho lo que se hace! Yo te regreso sana y salvita a tu casa.
Bueno, está bien: aceptó. Pero en llegando al hotel, le saqué por enésima vez la madre al mecánico: el carro hijo de puta no agarró más los cambios. ¡Qué suerte, camarada, la mía! Aunque, pensandolo bien, se veía venir.
Me puse a trabajar, más frenético que antes, pues se me podía escapar la presa. Resolví, caballo: bastaron quince minutos para arreglar la falla, luego de lo cual no hallaba que hacer con mis manos engrasadas. Pensé que era una estupidez de mi parte preocuparme por mis manos en vez de la delincuencia, que ya me daba vueltas.
En fin, la presa no se escapó. Pagué por una hora y media cuarenta mil bolívares. Y ya en la habitación, le llené las nalgas de grasa. La hice chillar un poco, pues parece que la barra le quedaba algo grande a ratos, según la posición que adoptarámos. Le puse un rato el termómetro en la boca y, finalmente, le complací su fantasía por el trasero, donde descargué todo el deseo acumulado por Rita. Fue una maravilla.
La llevé a su casa y luego me fui a la mía, sin contratiempos. Hoy, ya de día, el mecánico trabaja en el vehículo mientras yo te relato mi aventura.

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