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domingo, 11 de marzo de 2007

Yo y el taxi, mi taxi y yo


Os presento mi vehículo de trabajo y otras cosas. ¿Detallan ese cielo plomizo del fondo, con chaguaramos? Bueno, por ahí saco la cuenta de que la imagen fue tomada en oriente o en Caracas. No lo recuerdo. Pero es comprensible, ¿cierto? Ruedo de allá para acá y viceversa. Probablemente la haya tomado en Caracas, a juzgar por la bandas laterales fluorescentes amarillas, pues allá pasé más tiempo con ellas. Actualmente no las tiene, pero aquí en oriente las tuvo en un principio. En fin, soy yo, mi taxi.
Me salió de primera. Siete millones, Cielo Daewo, 2.001, full dotación, aunque aborrezco el aire acondicionado (me gusta el calor, hace sentir vida. Los dinosaurios deben estar congelados en la parte sumergida del hielo, después de la glaciación). He recorrido ya con él trescientos mil kilómetros, puro Venezuela, y me dicen que me deshaga de él porque está próximo el momento de hacer la máquina. Le llamo el burro, porque no he podido tener mejor esclavo, tan rendidor. Y lo que falta... Yo no quiero dejarlo. ¿Qué les parece? El taxista enamorado...
He sobrevivido con él atracos, persecuciones, maridos celosos, mujeres orgásmicas y otras tantas visicitudes. Lo más seguro es que este año nos despidamos.
Pero... ¿saben algo? Hay algo que se queda conmigo para siempre. ¿Qué será? Recuerdos, hermano, recuerdos. ¿Os imaginais? El viejo de noventa años (si la delincuencia no me asesina de aquí allá) recordando como le daba a la tías en el asiento trasero, con las patitas sobre el hombro, vibrando como un animal que muere; o los viajes plancenteros a la gran sabana, o las mujeres fieles de Yaracuy, o la candela del oriente venezolano, o las mujeres cacheras de Caracas, o las puticas de Mérida y Táchira, o las indias complacientes del Amazonas... Una vez en Puerto Ordaz -les cuento rápido- enredé a una prima y le dije viajemos hacia cualquier lugar, a Bolívar -le dije-, vamos a Bolívar. Antes de llegar al peaje de salida de Puerto Ordaz paré a orinar, y ella también. La luna estaba redonda, demasiado impresionante, y yo desde mi deseo de hacerle el amor a la chica, veía en ella la forma de una mujer desnuda. Cuando regresó de la orilla del camino la senté en la parte delante y la besé, la apreté, toqué sus tetas, baje su ropa. La acosté boca abajo sobre el capote... y aquello fluyo como miel. Fue todo rápido, pues yo no tenía la confianza suficiente con ella como para tocarle una mano. Pero parecíamos cumplir órdenes, órdenes del animal deseo. Después en la ventanilla, puse una de sus piernas en la ventanilla. ¡Cómo olvidar!
Bueno, y los panas, y sus largas historias sobre mujeres, los tragos y visitas a las tascas. Y la velocidad, la brisa poderosa pegándote en la cara mientras taladras el firmamento en busca de nuevas aventuras.
En fin, me he presentado con algo mío: el taxi.

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